sábado, 19 de diciembre de 2009

Listas

Las últimas semanas del año llenan Internet (y la prensa convencional) de listas de lo mejor del año. Es un buen momento que los despistados como yo tomen el pulso a lo que se está haciendo. Uno no tiene ni capacidad ni vocación para estar permanentemente al día: la mayoría de los productos que consume (ni discos, ni libros, ni siquiera películas) son de actualidad. Y sin embargo, no se resigna a quedar completamente obsoleto, y estas listas de fin de año permiten extraer, por una especie de procesamiento estadístico, una imagen borrosa pero verídica de “lo que se está haciendo”, de lo que es más relevante para la gente que sí tiene las fuerzas y el interés de mantenerse constantemente al día.

Particularmente útiles resultan las innumerables listas de música pop que circulan por ahí, porque en ocasiones acompañan la relación con canciones descargables con las que uno puede construirse una recopilación personal de “lo mejor del año” que luego puede comparar, si tiene ese capricho, con la que ofrecen algunas revistas como Uncut o Rock de Luxe.

Hace algunos años, las listas de fin de año de la blogosfera a las que accedía ofrecían un mundo claramente diferente del de las revistas de papel. El descubrimiento de Arcade Fire o de Sufjan Stevens se produjo unos meses antes en los blogs musicales que en la prensa escrita. Creo que ahora la separación es menos clara, y es una muestra de hasta que punto los dos mundos han convergido. En parte, por supuesto, porque la normalización del acceso a Internet ha reducido la importancia de la prensa escrita, que ha dejado de ser “el” medio de acceso a la información y opinión musicales. Probablemente a largo plazo la tendencia llevará a las revistas a desaparecer, pero en el periodo hasta que eso ocurra, es posible que vivan un periodo en el que tengan tanta libertad y posibilidad de expresión como el más humilde de los blogs, además de contar con la experiencia y el saber hacer acumulado por sus creadores.

El párrafo anterior no estaba previsto cuando he empezado a escribir este post y probablemente no tenga demasiado sentido cuando lo piense más despacio. A lo que iba es a que esas listas de fin de año me han dejado con un montón de canciones nuevas para escuchar. Muy mal se tendrá que dar para que no haya un puñado de joyas que me acompañarán en los próximos años.
Y, si alguien tiene curiosidad pero no le apetece escarbar mucho por ahí, el procesamiento estadístico al que hacía mención anteriormente indica que discos de este año a los que hay que prestar atención son: “Merryweather Post Pavillion” de Animal Collective, el de Grizzly Bear, el “Wolfang Amadeus Phoenix” de Phoenix, “Bitte Orca” de Dirty Projectors, “Actor” de St. Vincent… y unos cuantos más: no parece haber sido un mal año para la música pop. Nombres que, excepto el de Animal Collective (que ya llevan apareciendo en listas similares desde hace unos años), eran completamente desconocidos para mí hace unos meses. Mientras, en el país fuera del tiempo del salón de mi casa, los discos del año han sido las reediciones de los Beatles y la recopilación de los Jayhawks, que tampoco están mal.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Poco que decir

Ha sido uno de esos meses en que uno ha sido (más) consciente de no tener nada interesante que decir… Un estado de ánimo que no puede llamarse depresivo (he pensado bastante, sin alcanzar ninguna conclusión, sobre qué es realmente la depresión, en muchas ocasiones, y “La broma infinita” da mucho juego en ese sentido) pero que tampoco es completamente “sano” o equilibrado, una especie de melancolía más bien poco romántica. Y otras cosas en qué pensar, como en (después de tanto tiempo) buscar una casa propia.

Pero mientras tanto, en los ratos libres, unas cuantas películas y libros que hubieran merecido una mente más despierta.

“El asombroso viaje de Pomponio Flato”, penúltimo libro y última novela de Eduardo Mendoza, se encuadra dentro de la vena más ligera y paródica del autor, pero me ha parecido mucho más conseguida que otras obras más populares como “Sin noticias de Gurb”, o “El último trayecto de Horacio Dos”. El narrador, el Pomponio del título, es un viajero romano en la Palestina del siglo I, que se ve envuelto involuntariamente en un caso de asesinato en el que están implicado un carpintero llamado José, padre de Jesús y esposo de María. Se impone la parodia (en este caso, de la novela histórica, o más bien de esos híbridos de novela policíaca e histórica que hicieron furor a partir de “El nombre de la rosa”), pero los personajes, incluyendo a los referentes bíblicos resultan vívidos y conmovedores, además de cómicos, y siempre he pensado que Mendoza es, línea por línea, uno de los grandes del idioma castellano. Una gozada.

Como también lo es “Angel” (1938) una película de Ernst Lubitsch que no suele mencionarse entre sus obras mayores, pero que me ha parecido casi a la misma altura que mis dos películas favoritas suyas (“Un ladrón en mi alcoba” y “El bazar de las sorpresas”). Como en otras ocasiones, sorprende lo adultas que son las comedias de Lubitsch, en contraposición a las de los directores americanos contemporáneos suyos. No sólo por la presencia permanente del sexo (más llamativo cuanto más elegantemente elidido) sino por una sensación que podría llamarse un tanto hiperbólicamente (en cuanto se trata de románticas comedias sofisticadas) de verdad moral: sus personajes se juegan realmente algo en sus aventuras amorosas y los finales felices no borran las cicatrices.

En algún momento pensé escribir sobre “W.R. Misterios del Organismo” (1971), posiblemente la película más conocida de Dusan Makavejev, como "Película que debería haber visto ya". La edición hace unos meses de sus películas en EEUU por parte del sello Criterion ha propiciado lo que parece un interés renovado por este cineasta prematuramente retirado. Hace unas semanas aparecía en “The Nation” un artículo en el que se le describía como “el último yugoslavo”; el autor se preguntaba si su conversión forzosa en un director serbio es la causa de su silencio. Mientras “W.R.”, con su mezcla de documental y ficción y su llamada a la revolución a través del sexo, queda como un artefacto de tiempos más ingenuos y, quizás más libres.

“W.R.” son las iniciales de Wilhelm Reich, psicoanalista alemán colaborador de Freud que llevó sus investigaciones sobre la neurosis y la líbido hasta un extremo que la ciencia oficial calificó de “delirante”. Declaró haber descubierto una energía vital llamada “orgón", que se liberaba a través del orgasmo. Para él, las enfermedades mentales estaban causadas por los obstáculos en la liberación de la energía orgánica. Sus ideas le llevaron a distanciarse del Partido Comunista, al que había pertenecido, y a ser acosado por la justicia norteamericana, preso de la cual murió para convertirse en una especie de martir de la contracultura. Por una de esas casualidades de la vida, leo estos días un artículo en el que se relaciona “Birdland”, el comic pornográfico que Beto Hernandez publicó en los años 90, con las teorías de Reich. Tengo que reconocer que el trabajo reciente de Beto (y por reciente me refiero a casi 20 años) me desconcierta, pero la convicción que tengo de que él sí sabe lo que está haciendo me lleva a no perder el contacto con su obra, y cualquier análisis, exégesis o explicación resulta de agradecer.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Películas que debería haber visto ya: "Zombi" y "Suspiria"


Queda ya atrás la temporada de Halloween, aunque aún colea la relectura de “Salem’s Lot” (antes conocida como “La hora del vampiro”, y “El misterio de Salem’s Lot”), que por cierto está resultando tan entretenida como la recordaba. En estas semanas he revisitado alguna vieja favorita, y he aprovechado para rellenar dos huecos fundamentales en la filmografía del aficionado al terror.

“Zombi” (Dawn of the Dead, George Romero, 1978) es, más aún que “La noche de los muertos vivientes” la película que dio forma más o menos definitiva al concepto actual de zombi (por contraposición al zombi “tradicional” procedente de la tradición del vudú haitiano). En “Zombi” Romero, con la ayuda de Tom Savini en los efectos visuales, y sustentado por un presupuesto más holgado que el de su debut, sube el nivel de explicitud visual, introduce un elemento humorístico (las famosas escenas de los zombis tropezando en las escaleras mecánicas) y sobre todo, subraya el componente social, motivo este probablemente del prestigio y la perdurabilidad de la película. Los protagonistas de “Zombi” se encierran en un centro comercial sitiado por muertos vivientes que no pueden evitar volver al lugar que había sido el centro de sus vidas “normales”. Los protagonistas vivos se construyen un (efímero) paraíso consumista en ese lugar en el que todos los bienes de consumo están a su disposición, y al que intentan incansablemente acceder los muertos vivientes desposeídos, como pordioseros que ven las riquezas a través de los escaparates. No serán los zombis quienes acaben con este paraíso, sino otros vivos que les disputan el territorio. Como casi siempre en las películas de muertos vivientes, hay una sensación desde el primer minuto de la futilidad de los esfuerzos de los “héroes” por escapar a su inevitable destino de ser devorados: los zombis somos nosotros mismos, y por tanto no hay huida posible.


“Suspiria” (Dario Argento, 1977) ha sido mi descubrimiento de la temporada, casi comparable a la revelación que tuve hace dos años viendo “Hasta que llegó su hora”. La comparación con Leone no es casual; como muchos otros cineastas italianos, Argento procede del sistema comercial italiano, en el que se explotaban los géneros “clásicos” americanos (el western en el caso de Leone, el policiaco en el caso de Argento) con cierta escasez de medios pero con vocación comercial y aspiraciones de llegar al mercado internacional. Ambos construyeron su propia personalidad como cineastas a través de una ruptura con el clasicismo, entendido como “equilibrio”, optando por la vía del exceso y el barroquismo. “Suspiria” es la primera, y una de las pocas, películas de Argento en la que se introducen en el argumento elementos sobrenaturales. Se concibió como primera parte de una trilogía dedicada a “Las tres madres”, brujas malignas dedicadas a sembrar el terror y el caos en el mundo; la trilogía continuaría en “Inferno” (1980) y se cerraría con “La tercera madre” (2007).


“Suspiria” cuenta la historia de Suzy Banyon, una aspirante a bailarina que llega a una prestigiosa escuela de danza en Friburgo (Alemania) y se ve envuelta en una serie de crímenes. Ya he mencionado antes que el fuerte de Argento no es lo argumental sino lo visual, y si “Suspiria” ha quedado como una de las grandes películas de terror de la historia del cine, y desde luego muy por encima de la obra posterior de Argento, es debido al asombroso despliegue fotográfico, de planificación, y de montaje realizado por el cineasta y su director de fotografía Luciano Tovoli. Un uso nada convencional del color (“Suspiria” fue la última película procesada en auténtico Technicolor) permite a Argento crear un ambiente onírico y alucinatorio en el que lo de menos es la explicación más o menos lógica de lo que se nos muestra. Dicen los expertos que casi todos de los tics autorales de su director están presentes: insectos, crímenes espectaculamente macabros, planos subjetivos del asesino al acecho; espero confirmarlo con el próximo visionado de la otra entre sus películas que tiene un respaldo crítico más o menos consensuado (“Profondo Rosso”, de 1974)


La protagonista de “Suspiria” está encarnada por Jessica Harper, la cual se ha convertido, gracias a esta película y a otro clásico como “El fantasma del Paraíso”, en mi scream-queen favorita. También vale la pena mencionar que la malvada directora de la academia de baile está encarnada, en su último papel para la pantalla, por la gran Joan Bennett, musa de Fritz Lang.
Para los que sepan inglés, hay un análisis bastante interesante de la película en Kinoeye en el que se describe a Argento como “el reverso tenebroso de Disney”, y se relaciona “Suspiria” con “Blancanieves y los siete enanitos”.

viernes, 23 de octubre de 2009

Engañado por una sonrisa

Errol Morris es uno de los directores de películas documentales más conocidos y prestigiosos. Mantiene un blog cuyo tema no es su trabajo cinematográfico (aunque ocasionalmente aparezcan referencias a él) sino la fotografía y, en particular, la relación entre fotografía y realidad, o más generalmente, entre arte y realidad. Todos los posts son interesantes, y si alguien está interesado mínimamente en estos temas y tiene un dominio básico del inglés, son una lectura altamente recomendada. Actualmente está terminado una serie que trata (entre otras cosas) sobre las fotos de Walker Evans para el libro “Elogiemos ahora a hombres famosos”, pero mi propósito es comentar un post, titulado “La cosa más curiosa”, publicado hace unos meses.


En la realización del que creo que es su último documental estrenado, “Standard Operating Procedure”, sobre la tristemente célebre prisión de Abu Ghraib en Irak, Morris entrevistó a Sabrina Herman, una de las siete personas (las “siete manzanas podridas”) que fueron condenadas por el escándalo de las torturas, humillaciones y abusos a prisioneros iraquíes por parte de soldados estadounidenses. Sabrina Herman es la joven que aparece en esta famosa fotografía, con una amplia sonrisa y levantando el pulgar junto al cadáver de un prisionero:

Esta fotografía da la impresión de que ella ha matado al prisionero (o al menos está relacionada con su muerte) y parece encantada con este hecho. Es una fotografía que condena a la persona que aparece en ella. Sin embargo, la historia descubierta por la investigación de Morris (y cuyos detalles aparecen en el artículo) es bien diferente: Sabrina Herman no sólo no tuvo nada que ver con la tortura y muerte del prisionero, sino que gracias a un valiente acto de desobediencia civil proporcionó pruebas de lo que sus superiores intentaban ocultar: este hecho, unido a su condición homosexual, la convirtió en chivo expiatorio. Pero entonces, ¿cómo explicar esa fotografía? ¿De dónde salen esa sonrisa y ese gesto?


Esta inquietud llevó a Morris a consultar con Paul Ekman, un profesor de la Universidad de California experto en expresiones faciales. Lo que Ekman le explica es que la sonrisa que aparece en la foto es una sonrisa “social”, no una sonrisa de franca alegría (o sonrisa Duchenne, como se la conoce en honor al científico que descubrió la diferencia entre ambas). La sonrisa social no permite deducir ninguna emoción subyacente: como Herman explicó en su entrevista con Morris, fue, al igual que el gesto de levantar el pulgar, un gesto automático, algo que se hace cuando te están sacando una foto.

La sonrisa social y la sonrisa “auténtica” se distinguen sobre todo por el movimiento involuntario de un músculo (“orbicularis oculi”). Lo más fascinante es que esa diferencia es muy sutil, y sólo el 0,5% de las personas es capaz de percibirla si no son entrenadas para ello. Esto es importante, porque estamos programados para reaccionar favorablemente a las sonrisas: si alguien nos sonríe la reacción instintiva es devolver la sonrisa. Los publicistas saben que siempre vale la pena asociar un producto a una sonrisa. En la fotografía de Sabrina Herman y el cadáver, la sonrisa se convierte en lo más importante.

"En vez de preguntarnos: ¿quién es este hombre? ¿por qué ha muerto? la cuestión se convierte en ¿por qué sonríe esta mujer? […] Las fotografías revelan y al mismo tiempo ocultan. Conocemos la muerte de al-Jamadi gracias a Sabrina Harman. Sin sus fotografías, su muerte probablemente hubiera sido encubierta por la CIA y los militares. Sí, al principio pensé que Harman era cómplice. Creía que estaba implicada en la muerte de al-Jamadi. Me equivocaba. A mí también me engañó la sonrisa."

martes, 20 de octubre de 2009

Películas raras: "House"


Es casi un lugar común decir que los japoneses “están majaretas”, como los romanos para Astérix, con una mezcla de condescendencia, racismo inconsciente y genuino asombro. Al fin y al cabo los japoneses hacen huelgas a la japonesa, comen pescado crudo y participan en concursos televisivos de carácter sadomasoquista. Por mi parte, considero que un país con corridas de toros y Semana Santa tiene poco que enseñar al mundo en materia de salud mental, pero es cierto que hay momentos en que las diferencias culturales o simplemente la extravagancia de algunos creadores traen a la mente la posibilidad de una psicología alterada, bien por causas fisiológicas internas, bien por agentes químicos externos. Tal es el caso de la película que nos ocupa.

Nada que ver con el doctor misántropo, “House” (Hausu, Nobuhiko Obayashi, 1977) es una de las experiencias más peculiares que el aficionado al cine fantástico puede echarse a la cara. Y eso que dicho aficionado es, entre los espectadores cinematográficos, el menos predispuesto a sorprenderse por nada. (Si alguien no lo conoce, puede buscar en Google el argumento de la reciente “El ciempiés humano”, uno de los estrenos del último festival de Sitges, y luego, si se atreve, hablar de la cordura relativa de la civilización occidental respecto a cualquier otra).

La extrañeza no proviene del argumento, que podría haber llevado a una versión más o menos tradicional del arquetipo terrorífico de la casa encantada. Siete muchachas van a pasar sus vacaciones a casa de la tía de una de ellas, que vive postrada en una silla de ruedas. Las adolescentes, cuyos apodos hacen mención a sus características más llamativas (Melody toca el piano y la guitarra, Mac, de “Stomach” es una tragaldabas, Kung Fu lanza patadas al aire, etc.), descubren al poco de su llegada que las cosas no son como parecen: empiezan a ponerse de manifiesto extraños fenómenos que van acabando con las chicas una a una, a lo “Diez negritos”.

El encargo que recibió Obayashi en su debut en el cine comercial fue el de realizar una película para adolescentes con un reparto atractivo y una banda sonora con gancho (a cargo de Godiego, un grupo entonces popular). En ese aspecto, la película fue un éxito, y puso de moda en Japón el subgénero de terror con colegialas. Sin embargo, “House” no se parece al terror japonés que se ha visto en Occidente en la última década, y si a algo recuerda es a las películas más extravagantes de Takashi Miike, como “La felicidad de los Katakuris”. Obayashi, que procedía del cine experimental y de la publicidad, realizó una mezcla de humor y terror con toques de erotismo a través de un cóctel enloquecido de recursos visuales (animación gráfica, stop-motion, transparencias, una llamativa paleta de colores…). Aunque yo no había oído hablar de esta película hasta el mes pasado, algunas de sus escenas son relativamente conocidas entre los amantes de lo extraño: unos minutos de búsqueda en Youtube permiten observar set-pieces como el del piano que devora a la joven, o el de la lámpara asesina y hacerse una idea del particular encanto de esta película. En cualquier caso, recomiendo el visionado completo a todos los amantes de lo surrealista, lo bizarro y lo fantástico más inclasificable.

NOTA: Si a alguien le pica la curiosidad, en Ubuweb (la meca del cine experimental) están los cortos que hizo Obayashi en los años 60. Y en Youtube están algunos de sus famosos spots, como los de la colonia Mandom protagonizados por Charles Bronson.

viernes, 16 de octubre de 2009

Películas que debería haber visto ya: "A quemarropa"


“A quemarropa” (Point Blank, John Boorman, 1967) funciona como el reverso de las primeras películas de Godard, o al menos de las (pocas) que he visto. En lugar de utilizar las convenciones de un género clásico con el propósito de transformar y poner al día el lenguaje cinematográfico, se utiliza ese lenguaje cinematográfico renovado para modernizar el género. Por este motivo, vista hoy en día, “A quemarropa” aguanta tan bien o mejor que cualquier película de la nouvelle vague (y desde luego mucho mejor que “Payback”, el remake que hizo Mel Gibson), y resulta al mismo tiempo un artefacto puramente de su tiempo y profundamente moderna (iba a decir rabiosamente moderna pero el detector de clichés ha funcionado por una vez).

Al iniciarse la película, basada en una novela de Donald Westlake, Walker (Lee Marvin) es traicionado por su mujer y su mejor amigo Reese (John Vernon), quienes le dan por muerto. Una vez recuperado de sus heridas, y con la ayuda de un misterioso agente, Walker emprende el camino para vengarse y recuperar el dinero que le deben, y que está en poder de un sindicato del crimen llamado “La Organización”. Ese camino, como es de imaginar, se va llenando de cadáveres conforme Walker va ascendiendo implacablemente por la escala de mandos de la Organización en busca de sus elusivos 93.000 dólares.

Marvin interpreta a Walker con una mezcla de determinación mecánica y brutalidad animal. En una de las mejores escenas, un dirigente de la Organización intenta explicar a Walker por qué la lucha de un solo hombre está destinada al fracaso. Podemos ver como Walker no puede o no quiere comprender las palabras de su interlocutor. Él pertenece a un mundo de pequeños criminales en el que las relaciones son, a su manera, personales, y en el que las deudas tienen siempre alguien que responde por ellas. Por el contrario, la Organización es, más que una entidad mafiosa, una gran corporación gestionada impersonalmente por contables intercambiables y sin rostro, completamente indiferente a las exigencias de Walker.

Los lugares donde se desarrolla la acción, edificios de oficinas, descampados quemados por el sol y cubiertos de cemento, apartamentos lujosos, se apartan de los escenarios y la iluminación tradicionales del género negro. Igualmente revolucionaria es la dirección de Boorman, que despliega una fascinante variedad de efectos visuales y narrativos (saltos atrás y adelante en el tiempo, inusuales ángulos de cámara, cortes rápidos, colores explosivos) que dan a la película un aire vanguardista completamente inusual en el cine de género y un tono onírico que ha llevado a especular si la acción de la película es simplemente un delirio del moribundo Walker tras ser tiroteado por Reese. Probablemente desconcertó a los espectadores de su tiempo, pero el paso del tiempo a convertido a “A quemarropa” en un clásico que tiene la virtud de no parecerse a ninguna otra película.

miércoles, 14 de octubre de 2009

Octubre de terror

Hay infinitas formas de dividir en dos a la humanidad, pero no tantas que digan algo significativo sobre la naturaleza humana. Entre estas últimas está, por ejemplo, la distinción entre la gente que prefiere los tebeos de Tintín a los de Asterix, y viceversa. (Por supuesto, está el gran grupo de los “no sabe/no contesta”, los que no leen tebeos o los que sólo les gusta Mortadelo o Spiderman, pero puede argumentarse que, aunque ellos no lo sepan, pertenecen a uno de los dos grupos anteriores). O, en el campo de la música pop, el viejo dicho asegura que “o eres de los de Louie Louie o eres de los otros”.

De la misma forma, hay gente que no soporta las películas de terror y gente que las disfruta. En realidad, supongo que esta fobia y su correspondiente filia pueden extenderse sin problemas más allá del cine a cualquier manifestación del terror (lo siniestro, lo gótico, lo oscuro). Por algún motivo, hay personas incapaces de disfrutar de la proximidad de lo siniestro, mientras que otras consideran que casi cualquier cosa mejora con la adición de vampiros, hombres lobo, zombies o, si no hay otra cosa, asesinos en serie.

Los que pertenecemos al segundo grupo tenemos Octubre como nuestro mes. Ahora que el otoño se apodera definitivamente del paisaje y las noches se hacen más largas, es el momento para acurrucarse en el sofá y escoger algún espanto de la estantería. La cosa culmina con la fiesta de Halloween, a la que algunos tienen ojeriza por formar parte de la colonización cultural americana, pero que cualquiera con una mínima sensibilidad reconoce que mola mucho más que la Semana Santa.

Así que, aunque este año el otoño está llegando con más sigilo que otros años, doy por iniciado el reinado del terror en el salón de mi casa, hasta nuevo aviso. La gente de Verano Infinito, que organizó este pasado verano una lectura colectiva de “La broma infinita”, ha hecho lo propio este mes con “Drácula” y, aunque con algo de retraso, me he incorporado a la fiesta. Tengo también a medio leer una recopilación de historias de fantasmas de la literatura anglosajona, y me gustaría complementar “Drácula” con la relectura de “El misterio de Salem’s Lot”. En la pila de películas-para-ver-próximamente tengo ya preparadas “La semilla del diablo”, “Zombi”, “Carretera al infierno”, “House”, “Quién quiere matar a un niño”, “Suspense” y alguna más que no recuerdo. Que venga el frío, si se atreve.

lunes, 5 de octubre de 2009

Debe y haber

Algún día alguien debería escribir una historia de cómo los cambios en las técnicas contables y empresariales transformaron el arte del siglo XX (no es improbable que una historia semejante esté escrita ya). Hasta hace unas pocas décadas, ganar dinero con el arte era una especie de lotería, o al menos un juego en el que la intuición desempeñaba el papel fundamental. Las decisiones eran tomadas, tal como nos ha enseñado la ficción popular, por empresarios de Broadway que se arruinaban con una función y volvían a enriquecerse con la siguiente, y cazatalentos de las discográficas que se fijaban en la camarera del garito y la convertían en una estrella. Ahora el objetivo (hacerse rico) es el mismo, y la fórmula del éxito sigue siendo igual de esquiva, pero las herramientas no son la experiencia y la intuición de un puñado de personas; quienes deciden la inversión son departamentos financieros que manejan estudios de mercado, encuestas, proyecciones, minería de datos, hojas de cálculo, gráficos de barras, gráficos de tarta y gráficos de quesitos. Y eso, inevitablemente, tiene consecuencias.

Uno de los conceptos que, por algún motivo, me parecen más fascinantes de la lógica empresarial capitalista es el de que no importa cuánto dinero estés ganando: si podrías ganar más, eso significa que en realidad estás perdiendo dinero. Puede que a algunos el dinero que no se gana nos parezca un dinero “irreal”, pero ese dinero “posible” resulta fundamental para hacer los cálculos en los que se basan las decisiones. En definitiva, que no se trata de ganar dinero, o de ganar mucho dinero, sino de ganar el máximo dinero posible.

¿A santo de qué viene todo esto? Hace unas semanas se ha reeditado la discografía remasterizada de los Beatles. (Por cierto, una señal infalible de que te estás haciendo viejo es comprar discos, películas, libros y comics que ya tienes, en nuevas ediciones). Enfrentarse a esos 14 discos supone una experiencia en cierta medida abrumadora. No es sólo la calidad de la música (los fanáticos de los Beatles, igual que los de Bob Dylan, pueden ser los seres más irritantes del planeta, pero tienen razón, o al menos buenas razones) sino la comprensión de que todo ese “cuerpo de trabajo”, con toda la evolución que supone, se realizó en poco más de 7 años, los que van de Septiembre de 1962 (grabación de “Love Me Do”) a Enero de 1970 (grabación de “I, Me, Mine”); en ese momento ninguno de los cuatro Beatles había cumplido los treinta años.

Hay muchos motivos por los que una carrera como la de los Beatles no podría suceder actualmente, pero uno de ellos es que una compañía como EMI jamás les permitiría sacar tanta música en un periodo tan breve de tiempo. En algún momento de la década de los setenta (cuando, me imagino, los graduados de las escuelas de negocios empezaron a controlar las empresas discográficas) se dieron cuenta de que si sacaban un disco 6 o 9 meses después del anterior se estaban haciendo la competencia a sí mismos, y que para “maximizar el retorno de la inversión” había que retrasar la puesta en el mercado de una obra nueva hasta que no se hubiera extraído hasta el último centavo posible de la anterior.

A veces me pregunto cuántos discos (libros, películas) habremos perdido con esta política, qué artistas han visto frenada su evolución en los años más creativos de su carrera.

viernes, 2 de octubre de 2009

Ahora dame todo tu dinero

Confirmado: en el final de “La semilla del diablo” (Roman Polanski, 1968) no aparecen las pezuñitas del bebé satánico. Como dijo Roberto Cueto en su seminario, hay un breve momento, casi subliminal, en que el rostro de Mia Farrow se encadena con la de una especie de diablo que procede de un sueño o alucinación que tuvo anteriormente, y después… nada. No hay planos del niño. La imagen que yo creía recordar (a falta de revisar la película completa, cosa que me gustaría hacer en algún momento del futuro próximo) fue conjurada por mi propia imaginación sugestionada.

Hace poco tuve ocasión de ver imágenes de varias actuaciones en la televisión inglesa de un mago llamado Derren Brown cuyos números se basan en el poder de sugestión de la mente humana. Una sencilla búsqueda en Youtube da como resultado decenas de videos, pero en beneficio de quien no sepa inglés, voy a describir uno especialmente interesante porque da al final una explicación de cómo funciona el truco. (Por supuesto, todo podría ser un montaje, pero ¿cual sería la gracia?)

Nuestro hombre ha invitado a su programa al actor Simon Pegg, el cual ha recibido instrucciones para que escriba en un papel un regalo que desee; se supone que Brown, "mágicamente" va a adivinar cual es ese regalo y dárselo allí mismo. Cuando llega Pegg, el mago le comenta que cuando hay que comprar un regalo para alguien es muy difícil adivinar qué es lo que la otra persona quiere, así que él emplea una táctica mucho más conveniente: compra lo que le da la gana y luego convence a la otra persona de que eso era lo quería desde el principio. Los dos tienen una breve conversación y pasan por fin al grano: Brown pregunta a Pegg cual era su regalo deseado. Una bici de montaña, contesta el actor. Y efectivamente, abren una caja que ha estado allí durante toda la conversación, y dentro hay una bici de montaña. El actor se queda adecuadamente sorprendido: ¿le han leído el pensamiento?

No, en absoluto. Brown le pide entonces que muestre el papel en el que había escrito lo que quería. “Una chaqueta de cuero” pone. Pegg no puede dar crédito a lo que ve: es evidentemente su letra, y el papel en el que recuerda haber escrito su deseo, pero él quería una bicicleta de montaña, no una chaqueta de cuero. Tal como le ha explicado al principio, Brown ha sustituido su recuerdo de cual era su deseo original por el que a él le interesaba.

A continuación vemos cómo, supuestamente, ha logrado esta hazaña, y no parece muy complicado. Durante los breves minutos de su charla, Brown se las ha arreglado para meter en la conversación las bicicletas de montaña de manera continua. Esto es posible porque en inglés “bicicleta” se abrevia como “bike”, y por tanto, cada vez que dice, por ejemplo, “by”, “buy” o “bye” (pronunciado bai), en realidad dice “bike” (baik), con una k apenas audible. “Bici de montaña”, se abrevia con las siglas BMX, y tampoco es difícil meter las letras B, M y X en la conversación. Y además introduce con aparente espontaneidad referencias a sillines, manillares, ruedas… Cada palabra “clave” se refuerza con un contacto físico, un amistoso golpecito. En los comentarios al video se mencionan otras técnicas (basadas en la hipnosis y lo que se llama programación neurolingüística, PNL) que utiliza Brown para conseguir su objetivo: por ejemplo su forma de estrechar las manos en el contacto inicial tiene al parecer como objetivo desarmar al interlocutor y dejarlo en un estado más receptivo a las influencias externas. En cualquier caso, la consecuencia que se extrae es que con un poco de habilidad en apenas tres o cuatro minutos se pueden cambiar los deseos y, peor aún, los recuerdos de una persona, sin que ella se de cuenta. Los internautas que comentan el video se centran rápidamente en cómo utilizar este tipo de técnicas para ligar, pero las posibilidades son inmensas, y terroríficas.

jueves, 1 de octubre de 2009

Lo que no falta y no sobra

Como ya comenté hace algunas entradas, una de las características más llamativas de “La broma infinita”, la novela de David Foster Wallace que he estado leyendo este verano, es su longitud; o mejor, a falta de una palabra mejor que no me viene a la cabeza, su “expansividad”. No sólo es que se trate de un tomaco capaz de producir lesiones de muñeca, sino de que en su interior los personajes son legión, el lenguaje es exuberante, los registros múltiples, las notas del autor se extienden más allá del límite de lo razonable y la trama deja casi todos los cabos sin terminar de atar. Tal escena brillante puede ser fundamental para la comprensión de lo que viene a continuación (o antes), pero también puede ocurrir que no lleve a ninguna parte, o que lo haga de una forma que pase desapercibida.

No sé qué me hubiera parecido “La broma infinita” cuando era más joven, pero lo que sí sé es que la mayoría de las cosas que me gustaban entonces eran lo contrario: la precisión, la economía, la ausencia de retórica eran para mí cualidades estéticas fundamentales. En realidad, lo siguen siendo, pero al hacerme más viejo he descubierto una inesperada atracción por el exceso, el adorno inútil, la extensión desmesurada, los caminos que no llevan a ninguna parte; por las obras que se arriesgan a hacer muchas cosas e inevitablemente sólo aciertan con algunas.

Hay un dicho, atribuido a Chejov, según el cual en una obra de teatro una pistola que aparece sobre una mesa en el primer acto debe dispararse en el tercero. Según esta concepción, el novelista, dramaturgo o guionista trabajan como un relojero, colocando con cuidado las distintas piezas; cada una de estas piezas tiene una función, y si no la tiene no pinta nada y debe ser eliminada. Como repetía a menudo Ángel Fernández Santos, “lo que no falta, sobra”. Hace dos años asistí (de manera muy poco provechosa) a un taller de guión en el que se enseñaban las técnicas típicas del guión clásico de Hollywood tal como aparecen en los libros de Syd Field o Robert McKee. Una tarde nos pusieron “El apartamento”, y el profesor nos fue señalando detalles que parecían casuales pero que resultaban no serlo en absoluto, ya que cumplían distintas funciones al servicio de los propósitos narrativos de la película. La impresión que produjo en mí esa clase tuvo dos caras: si bien aumentó mi admiración por la inteligencia y la habilidad literaria de Billy Wilder y I.A.L. Diamond, me pareció que el ingenioso mecanismo del guión era en cierta medida un corsé que ahogaba el aliento de la película. Soy consciente de lo absurdo que es pedir “espontaneidad” a una película, que es un esfuerzo deliberado y costoso por producir un objeto hecho específicamente para ser contemplado por un público; pero aún así, la conciencia de que todos los detalles están calculados puede provocar una sensación de constreñimiento. La intrusión de lo inútil, lo superfluo, lo innecesario o directamente de lo erróneo puede aflojar ese corsé. Por supuesto, en este momento aparece la paradoja: estamos asignando una función a ese detalle que hemos llamado superfluo, y por tanto lo estamos incorporando al mecanismo de la obra como una pieza más.

Hay más contradicciones en ese gusto por el detalle innecesario que la lectura de “La broma infinita” pone de manifiesto. Resulta liberador (y por tanto satisfactorio) encontrar personajes, escenas, palabras que no cumplen una función más allá de sí mismos, cuyo objeto parece ser simplemente deleitar al lector con su simple presencia, como flores que se encuentran en un paseo. Por otro lado, las ocasiones en que se descubre que esto no es así (que aquella escena aparentemente gratuita cumple una función dentro del esquema general de la trama) también se siente una satisfacción, el placer intelectual de encajar una pieza en un complejo rompecabezas; este placer se obtiene mediante la “destrucción” del motivo de la satisfacción inicial.

Parece que, sorpresa, la apreciación estética no es un proceso sencillo, sino que tiene lugar en medio de un complejo tira y afloja entre impulsos contradictorios: naturaleza o artificio, sencillez o complejidad, inteligencia o sentimiento. Cada miembro de estas parejas es un polo de atracción; en qué punto de cada uno de los ejes que forman se establece el equilibrio es lo que define nuestra personalidad como lectores o espectadores.

lunes, 28 de septiembre de 2009

Espectáculo de monstruos


Acabo de terminar, cortesía de la biblioteca pública, “Monster Show. Una historia cultural del horror”, editado por Valdemar con traducción de Oscar Palmer. Autor de alguna novela no demasiado reputada, su autor, David J. Skal es conocido por sus estudios sobre el cine de terror, uno de los cuales (una monografía sobre Tod Browning) está al parecer editado en España.

El libro tiene un alcance bastante más limitado de lo que el título podría dar a entender, y se restringe al cine (con algunas limitadas pero interesantes excursiones por el grand-guignol, el espectáculo de barraca de feria y las novelas de Stephen King) y al ámbito estadounidense. No se trata de una obra de referencia, sino de un ensayo en el que se hace hincapié en las relaciones entre las obras de género terrorífico y las preocupaciones sociales e históricas del momento en que fueron producidas. Como tal, el libro es totalmente recomendable para los aficionados al fantástico: ameno, bien documentado y escrito con conocimiento de causa y cariño por el tema tratado.

El enfoque que podríamos llamar sociohistórico resulta particularmente fructífero en el género de terror, que parece tener una de sus razones para existir en reflejar de manera metafórica las obsesiones del inconsciente colectivo. Así, las primeras películas de monstruos devuelven al espectador la imagen horriblemente deformada de los mutilados de la primera guerra mundial; las de los años 50 dan cuerpo al miedo a la bomba atómica, y los zombis de George Romero y Tom Savini son mezcla de veteranos de Vietnam y compradores compulsivos de centro comercial. El problema, si se puede llamar así, de estas interpretaciones, es que se realizan siempre a posteriori, y por tanto se ajustan “como un guante”, pero su capacidad predictiva es nula. Como señalaba hace unos meses un artículo en Popmatters.com, se produce una interesante paradoja. Es posible argumentar que la reciente hornada de películas de horror extremadamente gráfico que se han dado en llamar “torture porn” (ejemplos podrían ser “Hostel” o el remake de “La última casa a la izquierda”) corresponden al ambiente social post 11-S/la guerra de Irak/(inserte aquí la explicación que más le pete); pero en ese caso, habría que concluir que Francia, que ha dado lo que algunos críticos especializados consideran los mejores, y más brutales, ejemplos del subgénero (“Frontier(s)” y “Martyrs”, dos películas que como aficionado al terror creo que debería ver... pero no me he atrevido, siendo como soy bastante pusilánime en cuestiones de tortura y mutilación) atraviesa una crisis cultural muy superior a la que sufren los eternamente atribulados Estados Unidos.

Por supuesto, todo esto significa simplemente algo que todos sabemos, pero que a veces olvidamos: que los fenómenos culturales son mucho más complejos que cualquier teoría, y que las explicaciones que ofrecen son parciales (en alcance y en validez temporal) en el mejor de los casos. Lo que no es lo mismo que decir que todas las teorías son inútiles y sin interés.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Insólito resplandior


Una crítica cumple su objetivo cuando te hace darte cuenta de cosas que no probablemente no hubieras sido capaz de ver por ti mismo. A menudo, se produce instantáneamente un choque de reconocimiento, una palmada metafórica o real en la frente. Las críticas que había leído de “Anticristo”, una película que para bien o para mal todavía me ronda por la cabeza, mencionaban “Posesión infernal” (y sí, en este caso creo que hubiera podido ver la conexión por mí mismo), y “La posesión”, una película de Andrej Zulawski que no conozco. Pero no había sido consciente, hasta que alguien la mencionó en un foro de Internet (creo que fue Nacho Vigalondo) de la relación con “El resplandor”. Como decía Vigalondo, se trata de cambiar la maternidad por la creatividad, la mujer por el hombre y ¡presto!.


No había visto “El resplandor” desde hace más de veinte años, y puedo decir que nunca la había echado de menos, pero de repente me entraron unas ganas incontrolables por revisarla. En realidad no fueron tan incontrolables, porque he acabado viéndola un mes después de “Anticristo”. Mi relación con Stanley Kubrick ha sido siempre de respeto un tanto cauteloso. Está claro que el hombre técnicamente era un prodigio, y que sus películas son “importantes”, pero nunca le he tenido en demasiada estima. En el caso de “El resplandor”, mi recuerdo de la película estaba lastrado por dos problemas. El primero es el aprecio que, en mi juventud, tenía por la novela original de Stephen King: aunque era aficionado desde niño (en la medida de mis posibilidades y conocimientos) a la literatura fantástica, mi familiaridad con el género de terror se limitaba a los “clásicos” de Poe a Lovecraft; creo que “El resplandor” fue la primera novela de terror “moderno” que leí, y me produjo un impacto bastante considerable. Tampoco he vuelto a releerla, así que no sé hasta que punto mi recuerdo es preciso, pero la película me pareció una adaptación fallida, en la que habían desaparecido las cosas que más apreciaba del libro.

El segundo lastre era el del doblaje. Por aquel entonces yo no era el fundamentalista de la versión original que soy ahora, más que nada porque no tenía oportunidad, excepto en muy raras ocasiones, de ver las películas sin doblar, pero es posible que la semilla de mi intolerancia se plantará con esta película. Los doblajes de Stanley Kubrick estaban, dicen las crónicas, especialmente cuidados. El Hombre en persona los encargaba en cada país a equipos de su confianza: en el caso de España el seleccionado como director de doblaje fue Carlos Saura, y su trabajo ha pasado a la particular historia de la infamia del doblaje español, sobre todo por la elección de las voces de Joaquín Hinojosa y Verónica Forqué para los papeles de Jack Nicholoson y Shelley Duvall (haciendo una búsqueda rápida de datos por Internet he descubierto que es bastante probable que las voces fuesen escogidas por el propio Kubrick).

En estos tiempos de DVD nadie tiene por qué sufrir el doblaje (si no quiere) y si, como decía antes, mi entusiasmo por la novela ha quedado desvaído por el paso del tiempo ¿qué me ha parecido “El resplandor” (la película) en esta nueva visión? Me ha sorprendido cuántas imágenes de la película recordaba; hay planos y secuencias que me atrevería a decir que han pasado a formar parte de la memoria colectiva de los espectadores de cine (y no sólo por la parodia de Los Simpson en uno de los episodios de la La Casa Árbol del Terror, sino porque han sido reproducidos e imitados mil veces). Técnicamente es tan buena como cabía esperar de un perfeccionista como Kubrick, Los largos planos con steadycam por los pasillos del hotel Overlook (precedidos por las tomas en helicóptero que acompañan a la familia hasta allí al principio de la película) crean un espacio majestuoso y con una indefinible cualidad maligna. Kubrick renuncia a la oscuridad y a los lugares comunes del cine de terror: el mal que habita el Overlook no es un monstruo que se oculte entre las sombras sino que procede (o se nutre) de las inseguridades de la mente de Jack y del propio espíritu del lugar. La elección de Kubrick y su guionista es aumentar la ambigüedad de la novela renunciado a explicar las causas de la transformación de Jack en un monstruo asesino, más allá de una vaga alusión a un crimen anterior y al hecho de que hechos como ese dejan una “huella” en los lugares en los que ocurren; también se deja caer que el hotel está construido sobre un antiguo cementerio indio pero no se insiste en ello. Hay que señalar que el montaje europeo, que es el que he podido ver, tiene más de 30 minutos menos que el original que se estrenó en EEUU. Los cortes fueron hechos por el propio Kubrick, que considera la versión más corta como la definitiva. En un primer momento pensé que las escenas cortadas contribuirían a explicar la historia y la naturaleza del Overlook (por ejemplo: ¿qué ocurrió en esa fiesta de 1921 en cuya foto vemos a Jack al final de la película? ¿Quién es la mujer ahogada en la bañera?), pero una consulta a imdb.com me ha demostrado que no es así.

Lo que no recordaba era la interpretación de Jack Nicholson. Sé que se trata de una estrella, que es un actor universalmente admirado y querido; soy consciente de que ha protagonizado al menos una obra maestra y varias películas apreciables, pero, por Dios bendito, creo que esta es (junto a la de Robert de Niro en “Nunca fuimos ángeles”) una de las interpretaciones más molestas e irritantes que he visto nunca. No sólo gesticula desaforadamente, sino que desde el primer momento es cruel, mezquino. El Jack Torrance del libro, por lo que recuerdo, era un hombre más o menos decente que se hunde en una depresión provocada por el miedo al fracaso como escritor, como padre y como marido; el espíritu maligno que habita el Overlook va explotando su debilidad para sus propios fines y provocando la transformación gradual que acaba convirtiéndole en un monstruo homicida. Por el contrario, el Jack Torrance de la película parece desde el primer momento un ser cruel y mezquino, y Nicholson emplea en todas las escenas tal cantidad de sus típicas muecas que dan la impresión de que no sólo se trata de un psicópata sino que tiene algún tipo de trastorno nervioso motor. Es probable que esto sea intencionado (se dice que Kubrick mantenía a los actores en un estado de tensión permanente: Nicholson tenía que estar enloquecido y furioso todo el tiempo, Duvall tenía que llorar 12 horas al día, durante más de nueve meses) pero el resultado es desagradable cuando no involuntariamente cómico. Viéndolo pensaba que si, como suele suceder en sus novelas, Jack Torrance es el alter-ego de Stephen King, es posible que en la película Nicholson fuera el alter-ego de Kubrick. Espero que no.

martes, 22 de septiembre de 2009

La broma infinita

El 21 de Junio empezaba “Verano infinito”, una iniciativa que convocaba a lectores de todo el mundo a leer (o releer) durante el verano “La broma infinita”, la monumental novela de David Foster Wallace. Era una forma de rendir homenaje al escritor, el primer aniversario de cuyo fallecimiento se produjo el pasado 12 de Septiembre, y también una forma de enfrentarse de manera comunitaria a lo que se ha convertido en uno de los grandes desafíos lectores contemporáneos: “La broma infinita” tiene más de 1000 densas páginas, y la reputación de ser uno de los libros más “abandonados” por aquellos que lo empiezan. Se trata, efectivamente, de una novela intimidante, no sólo por su longitud sino por el número de personajes, tramas y registros lingüísticos que emplea Wallace. No se trata sin embargo, como me temía, de una obra abstrusa o críptica, y puedo decir que me he reído a carcajadas con bastantes pasajes, incluso en público, cosa que siempre es un punto a favor.

Lo mejor de “Verano infinito”, aparte de la propia novela, ha sido la sensación de leer “en compañía”. Obviamente siempre se lee a solas (o en compañía del autor, si se prefiere), pero saber que hay cientos, o miles, de personas que están al mismo tiempo que tú viviendo con los mismos personajes, e inevitablemente pensando en los mismos temas es algo similar a la de ver una película en una sala, rodeado de desconocidos a los que no ves, pero a los que de vez en cuando oyes reír, contener el aliento o lanzar algún comentario a la pantalla. Aún mejor, en los foros y blogs en los que se ha abordado la lectura de la novela han aparecido decenas de posts divertidos, inteligentes y esclarecedores. Ha sido una experiencia ser testigo de lo que personas mucho más capaces y perspicaces que yo (mejores lectores) eran capaces de sacar de las mismas páginas que yo estaba leyendo, y comprobar cómo una misma obra puede afectar de maneras igualmente intensas pero completamente diferentes a distintas personas. Su extensión y su complejidad permiten abordarla desde muchos puntos de vista y tomarla como punto de partida para reflexiones muy diversas: a propósito de “La broma infinita” he leído sobre tenis, depresión, teoría de juegos, cine, adicción y muchas cosas más.

Siguiendo ese ejemplo, me gustaría escribir, si la cabeza me da para ello, una serie de posts que no tratan sobre “La broma infinita”, sino sobre alguna de las cosas sobre las que me ha hecho pensar. Próximamente en este espacio.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Presentación

¿Un blog a estas alturas? Un blog es tan… 2002, casi una reliquia en estos tiempos de Facebook y Twitter. Quizás eso lo hace adecuado para mí, que he llegado a una edad en la que ni con el más voluntarioso de los autoengaños puedo mantener la pretensión de ser “joven”, “actual” o “enrollado”. Hay hombres que gestionan la crisis de la mediana edad ligándose a una veinteañera y comprándose un deportivo; a otros, parece ser, las circunstancias y capacidades les llevan a abrir un blog, y quizás es mejor no pensar demasiado en lo que eso dice de unos y de otros.


La decisión procede de dos de mis obsesiones personales (si sigo adelante con esto saldrán probablemente algunas más, aunque espero que no todas). Una es la de mantener algún tipo de estímulo intelectual que sacuda la rutina y combata la decadencia asociada a la edad; una forma de gimnasia mental, como esos juegos de la Nintendo que tan de moda estaban el año pasado.


La otra obsesión es la de la dificultad de escribir, no ya brillantemente, sino sencillamente con corrección y claridad. Leer es fácil, y todos llevamos haciéndolo con frecuencia desde pequeños, incluso aunque no quienes no tocan un libro ni con guantes. Estamos tan acostumbrados a enfrentarnos a textos escritos que nos parece lo más sencillo del mundo. Y sin embargo, no lo es. No para mí, que no tengo precisamente mucha facilidad de palabra y cuyas capacidades expresivas pueden calificarse con un “necesita mejorar”; pero tampoco para mucha gente que no tiene en absoluto ningún problema para comunicarse oralmente en su vida cotidiana. Como casi cualquier otra cosa, escribir requiere un conjunto de habilidades de las que muchas veces no somos conscientes. Howard Waldrop proponía a los futuros escritores que se grabaran en la frente, escrita al revés para poder leerla cada vez que se miraran al espejo, la frase “Escribir es difícil”.


Pues bien, mi propósito con este blog es escribir algo con cierta sustancia, con una frecuencia indeterminada pero que espero que sea al menos una vez por semana. Por sustancia, léase longitud, lo cual no garantiza, por supuesto, que lo que salga aquí tenga el menor interés: mis ideas (al menos las propias) no son más interesantes que las de otro cualquiera. Me dedicaré principalmente a temas “culturales” (películas, libros, comics, series de televisión), primero porque me interesan y segundo, porque me obligarán, espero, a pensar en lo que digo. Supongo que aparecerán cuestiones personales que me parezcan pertinentes al tema del post, pero espero no caer en intimidades embarazosas.


Dicen que la mayoría de los blogs que se crean tienen tres posts: uno de presentación (que sería este), uno unas cuantas semanas más adelante en el que se habla de lo ocupada que es la vida de uno y lo difícil que resulta mantener el blog, y uno en el que se reconoce que últimamente se ha tenido el blog muy abandonado pero se promete que pronto se va a recuperar con nuevos bríos. Yo he encontrado una solución sencilla para sobrepasar este límite de los tres posts (no abrir el blog hasta tener tres posts escritos), pero no sé cómo evolucionará a partir de ese punto. Mi experiencia previa no es muy prometedora. Antes de que existiera la palabra blog, en aquellos tiempos primitivos en que los únicos que tenían acceso a Internet en España éramos los que trabajábamos en centros de investigación y departamentos universitarios, yo y unos compañeros montamos un pequeño servidor para la cátedra en la que pasábamos las horas. Allí, además de la información académica, teníamos nuestras páginas personales con una foto, un currículo más o menos gracioso, y en mi caso un proto-blog que consistía en un “diario de lecturas”, una pequeña recensión de lo que iba leyendo. Duró un par de meses, y lo dejé, además de por pereza, porque empezaba a tener la sensación de que ya no leía por placer sino para escribir el comentario. Paradójicamente, eso es en cierta medida lo que quiero recuperar, la idea de que no pasar pasivamente por los libros o las películas sino intentar activamente buscar algo que valga la pena fijar por escrito.