martes, 21 de junio de 2011

De Providence a Moulinsart

Decía Howard Waldrop que hay un momento en la vida para leer ciertos libros o autores; enfrentarse a ellos por primera vez antes o después nunca será lo mismo. Waldrop proponía en el mismo artículos los 11-13 años como edad ideal para leer a Edgar Rice Burroughs, los 14 para Dylan Thomas (una edad a la que se quiere ser “poeta, borracho y de algún otro lugar”) y los 17 para H.P. Lovecraft.

Pero ya se sabe que el hombre propone, y los planes de los ratones y los hombres, etc. A finales de los 70 yo todavía no llevaba gafas o acababa de ponérmelas, pero ya hacía años que era un niño repelente que se pasaba las horas leyendo. Con motivo de mi duodécimo cumpleaños, un amigo me acompañó a la librería local (en realidad una papelería con un pequeño expositor rotatorio de libros de bolsillo): mi misión, en caso de aceptarla, era gastar en libros las 300 pesetas que le había dado su madre para mi regalo de cumpleaños. Mi elección, constreñida (o quizás debería decir guiada) por la limitada oferta, consistió en un ejemplar de “Troilo y Crésida” de Shakespeare en la colección Austral (ya he mencionado que era un niño repelente) y el primer tomo de algo llamado “Relatos de los mitos de Cthulhu”. No puedo decir que el drama shakespeariano dejara gran huella en mi memoria, pero el impacto del segundo de los libros me acompaña hasta ahora. Probablemente yo estaba más predispuesto que otros para recibirlo: además de un lector ávido de 12 años (la edad de oro de la ciencia ficción, según el dicho), tenía cierta propensión a los terrores nocturnos y unos años antes me había negado a que mis padres dejaran abierta la ventana de mi dormitorio en las noches de verano porque imaginaba que venían seres del espacio a raptarme. Así las cosas, no es de extrañar que el libro (primera parte de una antología que no leí completa hasta varios años más tarde, y que creo que es la misma que editó Valdemar en tiempos más recientes) me produjera una mezcla de fascinación y horror de la que Lovecraft se hubiera sentido orgulloso, a pesar de que él era únicamente al autor de una de las historias, “La llamada de Cthulhu”.