1. La fascinación con la infancia es con toda seguridad un mecanismo evolutivo destinado a proteger a los indefensos portadores del material genético que pasará a las siguientes generaciones. Estamos programados para encontrar adorables los cachorros de prácticamente cualquier mamífero, y con mayor motivo a los de nuestra propia especie. Si sus menores gestos nos parecen irresistiblemente graciosos, no hay nada más odioso que verlos sufrir. El sufrimiento de los niños es una aberración, un shock casi insoportable y un recurso infalible para conmover al lector o espectador, como es bien conocido desde la época de Charles Dickens. Pero si el sufrimiento de un niño es conmovedor, todavía lo es más su coraje y su resistencia ante las dificultades, como también sabía Dickens. En "¿Dónde está la casa de mi amigo?" (1987), las dificultades son aparentemente triviales, pero la resolución y la nobleza del niño protagonista no lo son en absoluto. Ahmed, que tiene 8 años, se da cuenta al volver de la escuela de que se ha llevado en la mochila el cuaderno de Mohammed Reza, su compañero de pupitre, sobre el cual pende la amenaza de expulsión si vuelve a aparecer en clase sin los deberes hechos. La película narra la búsqueda por parte de Ahmed de la casa de Mohammed para devolverle el cuaderno. Rodada como es habitual en las películas de Kiarostami de esta época (planos largos, actores no profesionales), en la que no había dado todavía tanta importancia como posteriormente a los experimentos formales y a las referencias metacinematográficas, "¿Dónde está la casa de mi amigo?" esconde disfrazada en su interior, como señala David Bordwell, una película de suspense, con escenas de tensión al límite (¿romperá el cuaderno el fabricante de puertas?), persecuciones, pistas falsas y ese viejo recurso de D. W. Griffith, el salvamento en el último momento. Los antagonistas de Ahmed son los adultos, que se niegan a escucharle, al tiempo que le suministran admoniciones vacuas sobre el cumplimiento del deber y la obediencia.

2. Otro motivo del atractivo particular de las películas con niños es (atención a la obviedad) que todos hemos sido niños y llevamos dentro al niño que hemos sido. Los niños están en un constante estado de descubrimiento, rodeados de cosas y acontecimientos que son nuevas para ellos y a los que deben asignar un sentido. Y por mucho que "crezcamos" o "maduremos", que creamos que tenemos controlada la situación, la vida adulta no hace desaparecer esa sensación: cada vez que encontramos algo desconocido, sorprendente o que no encaja en nuestro esquema mental, volvemos a ser niños. Entre las películas que narran el proceso de descubrimiento del mundo (y el que dice el mundo dice los dos grandes motores del comportamiento humano, el sexo y la muerte), una de mis favoritas es "Mi vida como un perro" (1985), la película que descubrió al director sueco Lasse Halström y le permitió emprender una carrera en Hollywood que aunque no es despreciable, en ningún momento se acerca al nivel al que llegó aquí. "Mi vida como un perro" narra la historia de Ingemar, un niño que, debido a la enfermedad de su madre, es enviado a vivir con unos parientes en una pequeña ciudad sueca llena de excéntricos personajes. Halström evita con gran tacto el peligro de hacer una película de buenos sentimientos en un lugar encantador, equilibrando con gran sensibilidad lo cómico y lo dramático, y anclándose en una interpretación (la del niño Anton Glanzelius como Ingemar) para la historia.
4. Muchas películas han abordado el "lado oscuro" de la infancia. Porque, no nos engañemos, los niños son (también) monstruos. Pequeños parásitos que exigen constantemente atención, alimento y trabajo. Hace ya demasiados años que leí a Jean Piaget, pero recuerdo que caracterizaba el crecimiento del niño hasta su conversión en adulto por una gradual conciencia de los otros, primero como seres físicos, luego como personas, culminando, si todo va bien, en una edad adulta en la que son capaces de ponerse verdaderamente en el lugar de otros seres humanos. Los niños, como los psicópatas, no han culminado todavía ese proceso y todo lo llevan a su propio terreno, el de sus gustos, sus urgencias y sus necesidades. El niño monstruoso o asesino aparece con frecuencia en el cine fantástico o de terror, desde "El pueblo de los malditos" (Wolf Rilla, 1960) o "El sanguinariamento" (Allan Smithee, 1999) a "La profecía" (Richard Donner, 1975); todas estas películas juegan con nuestra instintiva reticencia a considerar siquiera la posibilidad de defendernos de los malignos infantes utilizando la violencia (¿quién puede matar a un niño?). El lado oscuro de los niños y el peligro que representa su poder sobre nosotros está tratado de una manera diferente pero no menos efectiva en la estupenda "Viento en las velas" (1965), la adaptación de Alexander Mackendrick de la no menos excelente novela de Richard Hughes. O si no que se lo pregunten al pobre capitán Chávez y al resto de los piratas que tienen la mala fortuna de encontrarse con un grupo de niños victorianos en otra película que probablemente debería ser más recordada de lo que es, a pesar de que el propio Mackendrick la consideraba un fracaso.
Otras películas que con toda seguridad habrían estado en esta lista si las hubiera visto más recientemente:
- "Ven y mira" (Elen Klimov, 1985), un relato durísimo (pero duro de verdad) de las vivencias de un niño bielorruso en la segunda guerra mundial.
- "El río" (Jean Renoir, 1950), una película maravillosa (mi favorita de Renoir, a su vez uno de mis directores favoritos) que como "Léolo" y "Mi vida como un perro" aborda el primer encuentro con el amor y con la muerte.
Y si no le parece bastante, el lector de este post podría emplear su tiempo de muchas maneras peores que viendo, si no la he hecho ya, "El imperio del sol" (Steven Spielberg, 1987), "La maldición de la mujer pantera" (Gunther V. Fritsch y Robert Wise, 1944), "Alemania, año cero" (Roberto Rossellini, 1948), "El otro" (Robert Mulligan, 1972), "Alicia en las ciudades" (Wim Wenders, 1974), "A las nueve cada noche" (Jack Clayton, 1967), "Quieto, muere, resucita" (Vitaly Kanevsky, 1989) y otras que me vendrán a la cabeza en cuanto publique el post. Y sí, lo digo avergonzado antes de que me lo recuerde alguien: aún no he visto "Cero en conducta". Intentaré remediarlo
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