viernes, 12 de agosto de 2011

Ciclos

Yo fui un cinéfilo adolescente. En aquellos tiempos remotos, el recurso principal que un chaval de pueblo tenía para construirse una cultura cinematográfica era Televisión Española, que programaba cine clásico con regularidad, y a menudo en formato de ciclos, una de las maneras más prácticas e reveladoras de conocer a un autor o un género. En la actualidad, pueden contemplarse ciclos cinematográficos si se tiene acceso a una filmoteca u otra entidad programadora por el estilo, y puede uno también hacérselos en casa con la ayuda del DVD, la biblioteca pública más cercana y otros medios de legalidad menos clara.

La Filmoteca de Zaragoza programó hace unos meses un ciclo dedicado a Werner Herzog. El alemán es un director sumamente prolífico, y sus películas, que alternan ficciones y documentales, tienen una temática muy variada, pero la visión de varios de sus filmes en un corto periodo de tiempo pone de manifiesto algo que a los seguidores de su obra les parecerá una obviedad: su coherencia. Esos personajes megalomaníacos, excesivos, obsesionados con empresas imposibles que aparecen en "Aguirre" o "Fitzcarraldo" son del mismo material que los sujetos reales como el estudioso de los osos de "Grizzly Man", los aeronautas de "El diamante blanco" y "Little Dieter Needs to Fly", o los exploradores antárticos de "Encuentros en el fin del mundo". Y, por supuesto, son reflejos del propio Herzog, capaz de embarcar a su equipo en empresas casi suicidas, o de manipular los hechos y provocar artificialmente por medios de dudosa moralidad las reacciones buscadas en los sujetos de sus documentales. Sus personajes se redimen ante nuestros ojos por la intensidad de su pasión: Herzog no sólo la comparte, sino que nos ofrece además su amor por la naturaleza, por las extravagancias del azar y por el ilimitado absurdo de la conducta humana.

El ciclo de Robert Aldrich que se programa en la actualidad me ha permitido revisar algunas películas que no veía desde hace décadas. Otra obviedad: cada visión de una obra de arte (y en realidad no importa si es un "clásico" o el producto más perecedero) se transforma en cada ocasión; las imágenes son las mismas, pero los ojos no. Por ejemplo, cuando vi "Veracruz" por primera vez, no tenía la menor idea de que en su interior estaban las semillas del cine de Sergio Leone. "El beso mortal", que Paul Schrader calificó como la cumbre del film noir (en mi opinión, entonces y ahora, es una película demasiado extraña para ser la cumbre de ningún género o estilo, y lo digo en su favor), me pareció hace unos días que contenía igualmente el germen de una parte importante de la obra de David Lynch. Y (puede que esto lo haya leído en alguna parte) no me extrañaría en absoluto que Frank Miller la tuviera presente cuando creó el universo de "Sin City". Aldrich tendría más adelantes sus mayores éxitos ("¿Qué fue de Baby Jane?", "Doce del patíbulo") pero estas las películas que más me gustan entre las suyas (aunque me apunto en la lista de pendientes revisar cuanto antes "La venganza de Ulzana").

En el salón de mi casa, programado por mí, se desarrolla en la actualidad un ciclo dedicado a los westerns de Jacques Tourneur, uno de mis directores favoritos. Tourneur es un pequeño quebradero de cabeza para el auteurista que todos llevamos dentro: sus obras más recordadas son las películas de terror producidas por Val Lewton para RKO, y el resto de las películas de ese grupo, a cargo de directores como Robert Wise o Mark Robson, dan argumentos a los que consideran que su verdadero autor fue el productor y no el director. "La noche del demonio", casi dos décadas posterior y no producida por Newton, tiene rasgos de estilo similares que en ese caso sólo podemos atribuir a Tourneur. Por supuesto, la paradoja no es tal: el propio director era el primero en reconocer su deuda con Lewton, del cual aprendió el sentido poético que luego transfirió a las mejores de sus películas. Sus películas más conocidas, aparte de sus colaboraciones con Lewton, son clásicos del cine negro como "Retorno al pasado" y "Cae la noche" o de aventuras como "El halcón y la flecha" y mi favorita, la extraña "La mujer pirata". Con una carrera que se movió en la tierra de nadie entre la libertad de la serie B y los presupuestos holgados reservados a las grandes producciones, Tourneur transitó por los géneros sin escribir nunca sus guiones ni escoger sus temas, por lo cual su grandeza resulta más difícil de reconocer que la de los autores "mayores" del cine. Lo que hace de él un gran director está en los pequeños detalles visuales y de caracterización que convierten a proyectos que podrían ser perfectamente rutinarios en algo especial difícil de definir. Incluso obras menores como "Stranger on Horseback" o "Martin el Gaucho" tienen esos detalles; "Tierra generosa", "Wichita" o "Stars on my Crown" son, a pesar de su modestia, grandes películas capaces de compartir sin complejos un sitio en el panteón del western con las de Ford, Hawks, Mann o Sturges.

Si Robert Aldrich empezó su cadena en la televisión,  Jacques Tourneur casi la terminó. Cuando los proyectos cinematográficos empezaron a escasear se ganó las habichuelas en el joven medio, cuyas condiciones de trabajo detestaba. Dirigió varios capítulos de un western, "Northern Passage", pero su trabajo televisivo más notable es "Night Call", uno de los episodios más justamente célebres de "Twilight Zone" escrito por el habitual de la serie Richard Matheson, que lo devolvió brevemente al territorio del terror en el que se creó su reputación, y con el cual planeo cerrar el ciclo una noche de estas.

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