viernes, 23 de octubre de 2009

Engañado por una sonrisa

Errol Morris es uno de los directores de películas documentales más conocidos y prestigiosos. Mantiene un blog cuyo tema no es su trabajo cinematográfico (aunque ocasionalmente aparezcan referencias a él) sino la fotografía y, en particular, la relación entre fotografía y realidad, o más generalmente, entre arte y realidad. Todos los posts son interesantes, y si alguien está interesado mínimamente en estos temas y tiene un dominio básico del inglés, son una lectura altamente recomendada. Actualmente está terminado una serie que trata (entre otras cosas) sobre las fotos de Walker Evans para el libro “Elogiemos ahora a hombres famosos”, pero mi propósito es comentar un post, titulado “La cosa más curiosa”, publicado hace unos meses.


En la realización del que creo que es su último documental estrenado, “Standard Operating Procedure”, sobre la tristemente célebre prisión de Abu Ghraib en Irak, Morris entrevistó a Sabrina Herman, una de las siete personas (las “siete manzanas podridas”) que fueron condenadas por el escándalo de las torturas, humillaciones y abusos a prisioneros iraquíes por parte de soldados estadounidenses. Sabrina Herman es la joven que aparece en esta famosa fotografía, con una amplia sonrisa y levantando el pulgar junto al cadáver de un prisionero:

Esta fotografía da la impresión de que ella ha matado al prisionero (o al menos está relacionada con su muerte) y parece encantada con este hecho. Es una fotografía que condena a la persona que aparece en ella. Sin embargo, la historia descubierta por la investigación de Morris (y cuyos detalles aparecen en el artículo) es bien diferente: Sabrina Herman no sólo no tuvo nada que ver con la tortura y muerte del prisionero, sino que gracias a un valiente acto de desobediencia civil proporcionó pruebas de lo que sus superiores intentaban ocultar: este hecho, unido a su condición homosexual, la convirtió en chivo expiatorio. Pero entonces, ¿cómo explicar esa fotografía? ¿De dónde salen esa sonrisa y ese gesto?


Esta inquietud llevó a Morris a consultar con Paul Ekman, un profesor de la Universidad de California experto en expresiones faciales. Lo que Ekman le explica es que la sonrisa que aparece en la foto es una sonrisa “social”, no una sonrisa de franca alegría (o sonrisa Duchenne, como se la conoce en honor al científico que descubrió la diferencia entre ambas). La sonrisa social no permite deducir ninguna emoción subyacente: como Herman explicó en su entrevista con Morris, fue, al igual que el gesto de levantar el pulgar, un gesto automático, algo que se hace cuando te están sacando una foto.

La sonrisa social y la sonrisa “auténtica” se distinguen sobre todo por el movimiento involuntario de un músculo (“orbicularis oculi”). Lo más fascinante es que esa diferencia es muy sutil, y sólo el 0,5% de las personas es capaz de percibirla si no son entrenadas para ello. Esto es importante, porque estamos programados para reaccionar favorablemente a las sonrisas: si alguien nos sonríe la reacción instintiva es devolver la sonrisa. Los publicistas saben que siempre vale la pena asociar un producto a una sonrisa. En la fotografía de Sabrina Herman y el cadáver, la sonrisa se convierte en lo más importante.

"En vez de preguntarnos: ¿quién es este hombre? ¿por qué ha muerto? la cuestión se convierte en ¿por qué sonríe esta mujer? […] Las fotografías revelan y al mismo tiempo ocultan. Conocemos la muerte de al-Jamadi gracias a Sabrina Harman. Sin sus fotografías, su muerte probablemente hubiera sido encubierta por la CIA y los militares. Sí, al principio pensé que Harman era cómplice. Creía que estaba implicada en la muerte de al-Jamadi. Me equivocaba. A mí también me engañó la sonrisa."

martes, 20 de octubre de 2009

Películas raras: "House"


Es casi un lugar común decir que los japoneses “están majaretas”, como los romanos para Astérix, con una mezcla de condescendencia, racismo inconsciente y genuino asombro. Al fin y al cabo los japoneses hacen huelgas a la japonesa, comen pescado crudo y participan en concursos televisivos de carácter sadomasoquista. Por mi parte, considero que un país con corridas de toros y Semana Santa tiene poco que enseñar al mundo en materia de salud mental, pero es cierto que hay momentos en que las diferencias culturales o simplemente la extravagancia de algunos creadores traen a la mente la posibilidad de una psicología alterada, bien por causas fisiológicas internas, bien por agentes químicos externos. Tal es el caso de la película que nos ocupa.

Nada que ver con el doctor misántropo, “House” (Hausu, Nobuhiko Obayashi, 1977) es una de las experiencias más peculiares que el aficionado al cine fantástico puede echarse a la cara. Y eso que dicho aficionado es, entre los espectadores cinematográficos, el menos predispuesto a sorprenderse por nada. (Si alguien no lo conoce, puede buscar en Google el argumento de la reciente “El ciempiés humano”, uno de los estrenos del último festival de Sitges, y luego, si se atreve, hablar de la cordura relativa de la civilización occidental respecto a cualquier otra).

La extrañeza no proviene del argumento, que podría haber llevado a una versión más o menos tradicional del arquetipo terrorífico de la casa encantada. Siete muchachas van a pasar sus vacaciones a casa de la tía de una de ellas, que vive postrada en una silla de ruedas. Las adolescentes, cuyos apodos hacen mención a sus características más llamativas (Melody toca el piano y la guitarra, Mac, de “Stomach” es una tragaldabas, Kung Fu lanza patadas al aire, etc.), descubren al poco de su llegada que las cosas no son como parecen: empiezan a ponerse de manifiesto extraños fenómenos que van acabando con las chicas una a una, a lo “Diez negritos”.

El encargo que recibió Obayashi en su debut en el cine comercial fue el de realizar una película para adolescentes con un reparto atractivo y una banda sonora con gancho (a cargo de Godiego, un grupo entonces popular). En ese aspecto, la película fue un éxito, y puso de moda en Japón el subgénero de terror con colegialas. Sin embargo, “House” no se parece al terror japonés que se ha visto en Occidente en la última década, y si a algo recuerda es a las películas más extravagantes de Takashi Miike, como “La felicidad de los Katakuris”. Obayashi, que procedía del cine experimental y de la publicidad, realizó una mezcla de humor y terror con toques de erotismo a través de un cóctel enloquecido de recursos visuales (animación gráfica, stop-motion, transparencias, una llamativa paleta de colores…). Aunque yo no había oído hablar de esta película hasta el mes pasado, algunas de sus escenas son relativamente conocidas entre los amantes de lo extraño: unos minutos de búsqueda en Youtube permiten observar set-pieces como el del piano que devora a la joven, o el de la lámpara asesina y hacerse una idea del particular encanto de esta película. En cualquier caso, recomiendo el visionado completo a todos los amantes de lo surrealista, lo bizarro y lo fantástico más inclasificable.

NOTA: Si a alguien le pica la curiosidad, en Ubuweb (la meca del cine experimental) están los cortos que hizo Obayashi en los años 60. Y en Youtube están algunos de sus famosos spots, como los de la colonia Mandom protagonizados por Charles Bronson.

viernes, 16 de octubre de 2009

Películas que debería haber visto ya: "A quemarropa"


“A quemarropa” (Point Blank, John Boorman, 1967) funciona como el reverso de las primeras películas de Godard, o al menos de las (pocas) que he visto. En lugar de utilizar las convenciones de un género clásico con el propósito de transformar y poner al día el lenguaje cinematográfico, se utiliza ese lenguaje cinematográfico renovado para modernizar el género. Por este motivo, vista hoy en día, “A quemarropa” aguanta tan bien o mejor que cualquier película de la nouvelle vague (y desde luego mucho mejor que “Payback”, el remake que hizo Mel Gibson), y resulta al mismo tiempo un artefacto puramente de su tiempo y profundamente moderna (iba a decir rabiosamente moderna pero el detector de clichés ha funcionado por una vez).

Al iniciarse la película, basada en una novela de Donald Westlake, Walker (Lee Marvin) es traicionado por su mujer y su mejor amigo Reese (John Vernon), quienes le dan por muerto. Una vez recuperado de sus heridas, y con la ayuda de un misterioso agente, Walker emprende el camino para vengarse y recuperar el dinero que le deben, y que está en poder de un sindicato del crimen llamado “La Organización”. Ese camino, como es de imaginar, se va llenando de cadáveres conforme Walker va ascendiendo implacablemente por la escala de mandos de la Organización en busca de sus elusivos 93.000 dólares.

Marvin interpreta a Walker con una mezcla de determinación mecánica y brutalidad animal. En una de las mejores escenas, un dirigente de la Organización intenta explicar a Walker por qué la lucha de un solo hombre está destinada al fracaso. Podemos ver como Walker no puede o no quiere comprender las palabras de su interlocutor. Él pertenece a un mundo de pequeños criminales en el que las relaciones son, a su manera, personales, y en el que las deudas tienen siempre alguien que responde por ellas. Por el contrario, la Organización es, más que una entidad mafiosa, una gran corporación gestionada impersonalmente por contables intercambiables y sin rostro, completamente indiferente a las exigencias de Walker.

Los lugares donde se desarrolla la acción, edificios de oficinas, descampados quemados por el sol y cubiertos de cemento, apartamentos lujosos, se apartan de los escenarios y la iluminación tradicionales del género negro. Igualmente revolucionaria es la dirección de Boorman, que despliega una fascinante variedad de efectos visuales y narrativos (saltos atrás y adelante en el tiempo, inusuales ángulos de cámara, cortes rápidos, colores explosivos) que dan a la película un aire vanguardista completamente inusual en el cine de género y un tono onírico que ha llevado a especular si la acción de la película es simplemente un delirio del moribundo Walker tras ser tiroteado por Reese. Probablemente desconcertó a los espectadores de su tiempo, pero el paso del tiempo a convertido a “A quemarropa” en un clásico que tiene la virtud de no parecerse a ninguna otra película.

miércoles, 14 de octubre de 2009

Octubre de terror

Hay infinitas formas de dividir en dos a la humanidad, pero no tantas que digan algo significativo sobre la naturaleza humana. Entre estas últimas está, por ejemplo, la distinción entre la gente que prefiere los tebeos de Tintín a los de Asterix, y viceversa. (Por supuesto, está el gran grupo de los “no sabe/no contesta”, los que no leen tebeos o los que sólo les gusta Mortadelo o Spiderman, pero puede argumentarse que, aunque ellos no lo sepan, pertenecen a uno de los dos grupos anteriores). O, en el campo de la música pop, el viejo dicho asegura que “o eres de los de Louie Louie o eres de los otros”.

De la misma forma, hay gente que no soporta las películas de terror y gente que las disfruta. En realidad, supongo que esta fobia y su correspondiente filia pueden extenderse sin problemas más allá del cine a cualquier manifestación del terror (lo siniestro, lo gótico, lo oscuro). Por algún motivo, hay personas incapaces de disfrutar de la proximidad de lo siniestro, mientras que otras consideran que casi cualquier cosa mejora con la adición de vampiros, hombres lobo, zombies o, si no hay otra cosa, asesinos en serie.

Los que pertenecemos al segundo grupo tenemos Octubre como nuestro mes. Ahora que el otoño se apodera definitivamente del paisaje y las noches se hacen más largas, es el momento para acurrucarse en el sofá y escoger algún espanto de la estantería. La cosa culmina con la fiesta de Halloween, a la que algunos tienen ojeriza por formar parte de la colonización cultural americana, pero que cualquiera con una mínima sensibilidad reconoce que mola mucho más que la Semana Santa.

Así que, aunque este año el otoño está llegando con más sigilo que otros años, doy por iniciado el reinado del terror en el salón de mi casa, hasta nuevo aviso. La gente de Verano Infinito, que organizó este pasado verano una lectura colectiva de “La broma infinita”, ha hecho lo propio este mes con “Drácula” y, aunque con algo de retraso, me he incorporado a la fiesta. Tengo también a medio leer una recopilación de historias de fantasmas de la literatura anglosajona, y me gustaría complementar “Drácula” con la relectura de “El misterio de Salem’s Lot”. En la pila de películas-para-ver-próximamente tengo ya preparadas “La semilla del diablo”, “Zombi”, “Carretera al infierno”, “House”, “Quién quiere matar a un niño”, “Suspense” y alguna más que no recuerdo. Que venga el frío, si se atreve.

lunes, 5 de octubre de 2009

Debe y haber

Algún día alguien debería escribir una historia de cómo los cambios en las técnicas contables y empresariales transformaron el arte del siglo XX (no es improbable que una historia semejante esté escrita ya). Hasta hace unas pocas décadas, ganar dinero con el arte era una especie de lotería, o al menos un juego en el que la intuición desempeñaba el papel fundamental. Las decisiones eran tomadas, tal como nos ha enseñado la ficción popular, por empresarios de Broadway que se arruinaban con una función y volvían a enriquecerse con la siguiente, y cazatalentos de las discográficas que se fijaban en la camarera del garito y la convertían en una estrella. Ahora el objetivo (hacerse rico) es el mismo, y la fórmula del éxito sigue siendo igual de esquiva, pero las herramientas no son la experiencia y la intuición de un puñado de personas; quienes deciden la inversión son departamentos financieros que manejan estudios de mercado, encuestas, proyecciones, minería de datos, hojas de cálculo, gráficos de barras, gráficos de tarta y gráficos de quesitos. Y eso, inevitablemente, tiene consecuencias.

Uno de los conceptos que, por algún motivo, me parecen más fascinantes de la lógica empresarial capitalista es el de que no importa cuánto dinero estés ganando: si podrías ganar más, eso significa que en realidad estás perdiendo dinero. Puede que a algunos el dinero que no se gana nos parezca un dinero “irreal”, pero ese dinero “posible” resulta fundamental para hacer los cálculos en los que se basan las decisiones. En definitiva, que no se trata de ganar dinero, o de ganar mucho dinero, sino de ganar el máximo dinero posible.

¿A santo de qué viene todo esto? Hace unas semanas se ha reeditado la discografía remasterizada de los Beatles. (Por cierto, una señal infalible de que te estás haciendo viejo es comprar discos, películas, libros y comics que ya tienes, en nuevas ediciones). Enfrentarse a esos 14 discos supone una experiencia en cierta medida abrumadora. No es sólo la calidad de la música (los fanáticos de los Beatles, igual que los de Bob Dylan, pueden ser los seres más irritantes del planeta, pero tienen razón, o al menos buenas razones) sino la comprensión de que todo ese “cuerpo de trabajo”, con toda la evolución que supone, se realizó en poco más de 7 años, los que van de Septiembre de 1962 (grabación de “Love Me Do”) a Enero de 1970 (grabación de “I, Me, Mine”); en ese momento ninguno de los cuatro Beatles había cumplido los treinta años.

Hay muchos motivos por los que una carrera como la de los Beatles no podría suceder actualmente, pero uno de ellos es que una compañía como EMI jamás les permitiría sacar tanta música en un periodo tan breve de tiempo. En algún momento de la década de los setenta (cuando, me imagino, los graduados de las escuelas de negocios empezaron a controlar las empresas discográficas) se dieron cuenta de que si sacaban un disco 6 o 9 meses después del anterior se estaban haciendo la competencia a sí mismos, y que para “maximizar el retorno de la inversión” había que retrasar la puesta en el mercado de una obra nueva hasta que no se hubiera extraído hasta el último centavo posible de la anterior.

A veces me pregunto cuántos discos (libros, películas) habremos perdido con esta política, qué artistas han visto frenada su evolución en los años más creativos de su carrera.

viernes, 2 de octubre de 2009

Ahora dame todo tu dinero

Confirmado: en el final de “La semilla del diablo” (Roman Polanski, 1968) no aparecen las pezuñitas del bebé satánico. Como dijo Roberto Cueto en su seminario, hay un breve momento, casi subliminal, en que el rostro de Mia Farrow se encadena con la de una especie de diablo que procede de un sueño o alucinación que tuvo anteriormente, y después… nada. No hay planos del niño. La imagen que yo creía recordar (a falta de revisar la película completa, cosa que me gustaría hacer en algún momento del futuro próximo) fue conjurada por mi propia imaginación sugestionada.

Hace poco tuve ocasión de ver imágenes de varias actuaciones en la televisión inglesa de un mago llamado Derren Brown cuyos números se basan en el poder de sugestión de la mente humana. Una sencilla búsqueda en Youtube da como resultado decenas de videos, pero en beneficio de quien no sepa inglés, voy a describir uno especialmente interesante porque da al final una explicación de cómo funciona el truco. (Por supuesto, todo podría ser un montaje, pero ¿cual sería la gracia?)

Nuestro hombre ha invitado a su programa al actor Simon Pegg, el cual ha recibido instrucciones para que escriba en un papel un regalo que desee; se supone que Brown, "mágicamente" va a adivinar cual es ese regalo y dárselo allí mismo. Cuando llega Pegg, el mago le comenta que cuando hay que comprar un regalo para alguien es muy difícil adivinar qué es lo que la otra persona quiere, así que él emplea una táctica mucho más conveniente: compra lo que le da la gana y luego convence a la otra persona de que eso era lo quería desde el principio. Los dos tienen una breve conversación y pasan por fin al grano: Brown pregunta a Pegg cual era su regalo deseado. Una bici de montaña, contesta el actor. Y efectivamente, abren una caja que ha estado allí durante toda la conversación, y dentro hay una bici de montaña. El actor se queda adecuadamente sorprendido: ¿le han leído el pensamiento?

No, en absoluto. Brown le pide entonces que muestre el papel en el que había escrito lo que quería. “Una chaqueta de cuero” pone. Pegg no puede dar crédito a lo que ve: es evidentemente su letra, y el papel en el que recuerda haber escrito su deseo, pero él quería una bicicleta de montaña, no una chaqueta de cuero. Tal como le ha explicado al principio, Brown ha sustituido su recuerdo de cual era su deseo original por el que a él le interesaba.

A continuación vemos cómo, supuestamente, ha logrado esta hazaña, y no parece muy complicado. Durante los breves minutos de su charla, Brown se las ha arreglado para meter en la conversación las bicicletas de montaña de manera continua. Esto es posible porque en inglés “bicicleta” se abrevia como “bike”, y por tanto, cada vez que dice, por ejemplo, “by”, “buy” o “bye” (pronunciado bai), en realidad dice “bike” (baik), con una k apenas audible. “Bici de montaña”, se abrevia con las siglas BMX, y tampoco es difícil meter las letras B, M y X en la conversación. Y además introduce con aparente espontaneidad referencias a sillines, manillares, ruedas… Cada palabra “clave” se refuerza con un contacto físico, un amistoso golpecito. En los comentarios al video se mencionan otras técnicas (basadas en la hipnosis y lo que se llama programación neurolingüística, PNL) que utiliza Brown para conseguir su objetivo: por ejemplo su forma de estrechar las manos en el contacto inicial tiene al parecer como objetivo desarmar al interlocutor y dejarlo en un estado más receptivo a las influencias externas. En cualquier caso, la consecuencia que se extrae es que con un poco de habilidad en apenas tres o cuatro minutos se pueden cambiar los deseos y, peor aún, los recuerdos de una persona, sin que ella se de cuenta. Los internautas que comentan el video se centran rápidamente en cómo utilizar este tipo de técnicas para ligar, pero las posibilidades son inmensas, y terroríficas.

jueves, 1 de octubre de 2009

Lo que no falta y no sobra

Como ya comenté hace algunas entradas, una de las características más llamativas de “La broma infinita”, la novela de David Foster Wallace que he estado leyendo este verano, es su longitud; o mejor, a falta de una palabra mejor que no me viene a la cabeza, su “expansividad”. No sólo es que se trate de un tomaco capaz de producir lesiones de muñeca, sino de que en su interior los personajes son legión, el lenguaje es exuberante, los registros múltiples, las notas del autor se extienden más allá del límite de lo razonable y la trama deja casi todos los cabos sin terminar de atar. Tal escena brillante puede ser fundamental para la comprensión de lo que viene a continuación (o antes), pero también puede ocurrir que no lleve a ninguna parte, o que lo haga de una forma que pase desapercibida.

No sé qué me hubiera parecido “La broma infinita” cuando era más joven, pero lo que sí sé es que la mayoría de las cosas que me gustaban entonces eran lo contrario: la precisión, la economía, la ausencia de retórica eran para mí cualidades estéticas fundamentales. En realidad, lo siguen siendo, pero al hacerme más viejo he descubierto una inesperada atracción por el exceso, el adorno inútil, la extensión desmesurada, los caminos que no llevan a ninguna parte; por las obras que se arriesgan a hacer muchas cosas e inevitablemente sólo aciertan con algunas.

Hay un dicho, atribuido a Chejov, según el cual en una obra de teatro una pistola que aparece sobre una mesa en el primer acto debe dispararse en el tercero. Según esta concepción, el novelista, dramaturgo o guionista trabajan como un relojero, colocando con cuidado las distintas piezas; cada una de estas piezas tiene una función, y si no la tiene no pinta nada y debe ser eliminada. Como repetía a menudo Ángel Fernández Santos, “lo que no falta, sobra”. Hace dos años asistí (de manera muy poco provechosa) a un taller de guión en el que se enseñaban las técnicas típicas del guión clásico de Hollywood tal como aparecen en los libros de Syd Field o Robert McKee. Una tarde nos pusieron “El apartamento”, y el profesor nos fue señalando detalles que parecían casuales pero que resultaban no serlo en absoluto, ya que cumplían distintas funciones al servicio de los propósitos narrativos de la película. La impresión que produjo en mí esa clase tuvo dos caras: si bien aumentó mi admiración por la inteligencia y la habilidad literaria de Billy Wilder y I.A.L. Diamond, me pareció que el ingenioso mecanismo del guión era en cierta medida un corsé que ahogaba el aliento de la película. Soy consciente de lo absurdo que es pedir “espontaneidad” a una película, que es un esfuerzo deliberado y costoso por producir un objeto hecho específicamente para ser contemplado por un público; pero aún así, la conciencia de que todos los detalles están calculados puede provocar una sensación de constreñimiento. La intrusión de lo inútil, lo superfluo, lo innecesario o directamente de lo erróneo puede aflojar ese corsé. Por supuesto, en este momento aparece la paradoja: estamos asignando una función a ese detalle que hemos llamado superfluo, y por tanto lo estamos incorporando al mecanismo de la obra como una pieza más.

Hay más contradicciones en ese gusto por el detalle innecesario que la lectura de “La broma infinita” pone de manifiesto. Resulta liberador (y por tanto satisfactorio) encontrar personajes, escenas, palabras que no cumplen una función más allá de sí mismos, cuyo objeto parece ser simplemente deleitar al lector con su simple presencia, como flores que se encuentran en un paseo. Por otro lado, las ocasiones en que se descubre que esto no es así (que aquella escena aparentemente gratuita cumple una función dentro del esquema general de la trama) también se siente una satisfacción, el placer intelectual de encajar una pieza en un complejo rompecabezas; este placer se obtiene mediante la “destrucción” del motivo de la satisfacción inicial.

Parece que, sorpresa, la apreciación estética no es un proceso sencillo, sino que tiene lugar en medio de un complejo tira y afloja entre impulsos contradictorios: naturaleza o artificio, sencillez o complejidad, inteligencia o sentimiento. Cada miembro de estas parejas es un polo de atracción; en qué punto de cada uno de los ejes que forman se establece el equilibrio es lo que define nuestra personalidad como lectores o espectadores.