lunes, 5 de octubre de 2009

Debe y haber

Algún día alguien debería escribir una historia de cómo los cambios en las técnicas contables y empresariales transformaron el arte del siglo XX (no es improbable que una historia semejante esté escrita ya). Hasta hace unas pocas décadas, ganar dinero con el arte era una especie de lotería, o al menos un juego en el que la intuición desempeñaba el papel fundamental. Las decisiones eran tomadas, tal como nos ha enseñado la ficción popular, por empresarios de Broadway que se arruinaban con una función y volvían a enriquecerse con la siguiente, y cazatalentos de las discográficas que se fijaban en la camarera del garito y la convertían en una estrella. Ahora el objetivo (hacerse rico) es el mismo, y la fórmula del éxito sigue siendo igual de esquiva, pero las herramientas no son la experiencia y la intuición de un puñado de personas; quienes deciden la inversión son departamentos financieros que manejan estudios de mercado, encuestas, proyecciones, minería de datos, hojas de cálculo, gráficos de barras, gráficos de tarta y gráficos de quesitos. Y eso, inevitablemente, tiene consecuencias.

Uno de los conceptos que, por algún motivo, me parecen más fascinantes de la lógica empresarial capitalista es el de que no importa cuánto dinero estés ganando: si podrías ganar más, eso significa que en realidad estás perdiendo dinero. Puede que a algunos el dinero que no se gana nos parezca un dinero “irreal”, pero ese dinero “posible” resulta fundamental para hacer los cálculos en los que se basan las decisiones. En definitiva, que no se trata de ganar dinero, o de ganar mucho dinero, sino de ganar el máximo dinero posible.

¿A santo de qué viene todo esto? Hace unas semanas se ha reeditado la discografía remasterizada de los Beatles. (Por cierto, una señal infalible de que te estás haciendo viejo es comprar discos, películas, libros y comics que ya tienes, en nuevas ediciones). Enfrentarse a esos 14 discos supone una experiencia en cierta medida abrumadora. No es sólo la calidad de la música (los fanáticos de los Beatles, igual que los de Bob Dylan, pueden ser los seres más irritantes del planeta, pero tienen razón, o al menos buenas razones) sino la comprensión de que todo ese “cuerpo de trabajo”, con toda la evolución que supone, se realizó en poco más de 7 años, los que van de Septiembre de 1962 (grabación de “Love Me Do”) a Enero de 1970 (grabación de “I, Me, Mine”); en ese momento ninguno de los cuatro Beatles había cumplido los treinta años.

Hay muchos motivos por los que una carrera como la de los Beatles no podría suceder actualmente, pero uno de ellos es que una compañía como EMI jamás les permitiría sacar tanta música en un periodo tan breve de tiempo. En algún momento de la década de los setenta (cuando, me imagino, los graduados de las escuelas de negocios empezaron a controlar las empresas discográficas) se dieron cuenta de que si sacaban un disco 6 o 9 meses después del anterior se estaban haciendo la competencia a sí mismos, y que para “maximizar el retorno de la inversión” había que retrasar la puesta en el mercado de una obra nueva hasta que no se hubiera extraído hasta el último centavo posible de la anterior.

A veces me pregunto cuántos discos (libros, películas) habremos perdido con esta política, qué artistas han visto frenada su evolución en los años más creativos de su carrera.

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