jueves, 1 de octubre de 2009

Lo que no falta y no sobra

Como ya comenté hace algunas entradas, una de las características más llamativas de “La broma infinita”, la novela de David Foster Wallace que he estado leyendo este verano, es su longitud; o mejor, a falta de una palabra mejor que no me viene a la cabeza, su “expansividad”. No sólo es que se trate de un tomaco capaz de producir lesiones de muñeca, sino de que en su interior los personajes son legión, el lenguaje es exuberante, los registros múltiples, las notas del autor se extienden más allá del límite de lo razonable y la trama deja casi todos los cabos sin terminar de atar. Tal escena brillante puede ser fundamental para la comprensión de lo que viene a continuación (o antes), pero también puede ocurrir que no lleve a ninguna parte, o que lo haga de una forma que pase desapercibida.

No sé qué me hubiera parecido “La broma infinita” cuando era más joven, pero lo que sí sé es que la mayoría de las cosas que me gustaban entonces eran lo contrario: la precisión, la economía, la ausencia de retórica eran para mí cualidades estéticas fundamentales. En realidad, lo siguen siendo, pero al hacerme más viejo he descubierto una inesperada atracción por el exceso, el adorno inútil, la extensión desmesurada, los caminos que no llevan a ninguna parte; por las obras que se arriesgan a hacer muchas cosas e inevitablemente sólo aciertan con algunas.

Hay un dicho, atribuido a Chejov, según el cual en una obra de teatro una pistola que aparece sobre una mesa en el primer acto debe dispararse en el tercero. Según esta concepción, el novelista, dramaturgo o guionista trabajan como un relojero, colocando con cuidado las distintas piezas; cada una de estas piezas tiene una función, y si no la tiene no pinta nada y debe ser eliminada. Como repetía a menudo Ángel Fernández Santos, “lo que no falta, sobra”. Hace dos años asistí (de manera muy poco provechosa) a un taller de guión en el que se enseñaban las técnicas típicas del guión clásico de Hollywood tal como aparecen en los libros de Syd Field o Robert McKee. Una tarde nos pusieron “El apartamento”, y el profesor nos fue señalando detalles que parecían casuales pero que resultaban no serlo en absoluto, ya que cumplían distintas funciones al servicio de los propósitos narrativos de la película. La impresión que produjo en mí esa clase tuvo dos caras: si bien aumentó mi admiración por la inteligencia y la habilidad literaria de Billy Wilder y I.A.L. Diamond, me pareció que el ingenioso mecanismo del guión era en cierta medida un corsé que ahogaba el aliento de la película. Soy consciente de lo absurdo que es pedir “espontaneidad” a una película, que es un esfuerzo deliberado y costoso por producir un objeto hecho específicamente para ser contemplado por un público; pero aún así, la conciencia de que todos los detalles están calculados puede provocar una sensación de constreñimiento. La intrusión de lo inútil, lo superfluo, lo innecesario o directamente de lo erróneo puede aflojar ese corsé. Por supuesto, en este momento aparece la paradoja: estamos asignando una función a ese detalle que hemos llamado superfluo, y por tanto lo estamos incorporando al mecanismo de la obra como una pieza más.

Hay más contradicciones en ese gusto por el detalle innecesario que la lectura de “La broma infinita” pone de manifiesto. Resulta liberador (y por tanto satisfactorio) encontrar personajes, escenas, palabras que no cumplen una función más allá de sí mismos, cuyo objeto parece ser simplemente deleitar al lector con su simple presencia, como flores que se encuentran en un paseo. Por otro lado, las ocasiones en que se descubre que esto no es así (que aquella escena aparentemente gratuita cumple una función dentro del esquema general de la trama) también se siente una satisfacción, el placer intelectual de encajar una pieza en un complejo rompecabezas; este placer se obtiene mediante la “destrucción” del motivo de la satisfacción inicial.

Parece que, sorpresa, la apreciación estética no es un proceso sencillo, sino que tiene lugar en medio de un complejo tira y afloja entre impulsos contradictorios: naturaleza o artificio, sencillez o complejidad, inteligencia o sentimiento. Cada miembro de estas parejas es un polo de atracción; en qué punto de cada uno de los ejes que forman se establece el equilibrio es lo que define nuestra personalidad como lectores o espectadores.

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